domingo, 24 de octubre de 2010
Manhattan o del Amor
Ésta, ésta es una gran ciudad. No me importa lo que opinen los demás. Es tan extraordinaria...¿verdad? -Woody Allen a Diane Keaton en Manhattan-.
Kalos kai Agathos, decían los griegos, lo bello y lo bueno en íntima unión. Entonces, ¿qué pasa cuando la belleza y la bondad -que son la misma cosa- llama a tu puerta y no respondes? ¿qué ocurre cuando uno está tan corrompido que ha perdido la capacidad de amar, de amar de verdad?
Pocos arranques cinematográficos superan el de Manhattan. Woody Allen, con la precisión de un escalpelo, disecciona las entrañas de Nueva York ofreciendo varias versiones de ella, a cuál más crítica y mordaz. Durante los primeros tres minutos y medio, el espectador se contagia del entusiasmo del director hacia su ciudad, se dispone a paladearla como el mejor de los manjares, se funde con ella para sentirla plenamente, y vibra con los fuegos artificiales que culminan la escena. En cuestión de un momento, el judío de las gafas de montura negra nos ha subyugado de nuevo con su poder de seducción haciendo nuestras las palabras: 'Nueva York era su ciudad y siempre lo sería'.
Rodada en 1979 en blanco y negro con una excelente fotografía de Gordon Willis sazonada con música de George Gershwin a cargo de la Filarmónica de Nueva York dirigida por el maestro Zubin Mehta, Manhattan está considerada como una de las obras maestras del director neoyorquino y, posiblemente, uno de los tributos más completos y profundos que 'la ciudad que nunca duerme' ha recibido a lo largo de la historia del cine.
El espectador se sumerge de lleno en una historia que, en un principio, posee todos los ingredientes de las comedias de Allen: un escritor judío, Isaac, que trabaja en un programa de TV donde prevalece el morbo y la risa fácil, acaba dejando su trabajo para escribir un libro sobre su madre titulado 'La sionista castradora' -Woody Allen-; un matrimonio aparentemente feliz donde él está teniendo una relación con otra mujer de la que termina enamorándose -Michael Murphy y Anne Byrne Hoffman-; la segunda ex esposa del escritor judío que, tras abandonarlo, se hace lesbiana y vive con su pareja, educando, además, al hijo que tenía en común el matrimonio -magnífica Meryl Streep-; una pseudointelectual neurótica con complejo de Electra que busca la genialidad en los hombres -como siempre encantadora Diane Keaton-; charlas moralistas en pubs típicos de la ciudad; cine antiguo; museos de arte moderno; psicoanalistas que llaman a los pacientes buscando ellos ayuda; paseos nocturnos por el corazón de Manhattan donde surge el amor allí donde parecía tener cabida solamente el odio; citas filosóficas y artísticas mezclando autores creando un cambalache difícil de digerir exhibido como solución definitiva a cualquier conflicto existencial provocando carcajadas hilarantes en el espectador sabedor de lo absurdo de este tipo de disquisiciones que la mayoría hemos presenciado y/o protagonizado en las que tiene más valor la forma del argumento que el argumento en sí, donde no prevalece la verdad, ni siquiera se busca la verdad, sino más bien se busca provocar el asombro y el aplauso del resto de la concurrencia en un ejercicio de total soberbia al modo de los sofistas.
Sin quizá pretenderlo, Woody Allen hace un retrato perfecto de la caverna platónica: bares llenos de pseudointelectuales devanándose los sesos indiferentes ante al sentido primigenio del pathos platónico, donde el sentimiento de comunidad prevalecía sobre el de individualidad; el periphatos aristotélico desposeído de su amor a la verdad; discusiones por sombras, guerras domésticas e intestinas en las que la psique queda reducida a su lado más vulgar, el concupiscible. En esto es un gran maestro el director judío, en presentar al ser humano, básicamente, como un conjunto de excrecencias plúmbeas de las cuales es imposible zafarse puesto que, a cada intento de liberarnos de nosotros mismos por medio de la dialéctica, nos encadenamos y sumergimos más y más como si de arenas movedizas se tratase. Ante ello y como terapia de choque, solo resta el humor, la burla, el sarcasmo, o incluso el cinismo. Pareciera entonces como si el mundo fuese una suerte de Gehena donde las almas se revolvieran entre sí con una mezcla de conmiseración y, a la vez, de regodeo ante el mal ajeno y el propio.
Sin embargo, no es el caso de Manhattan. Y no lo es porque todavía nos falta por descubrir un personaje. La primera vez que vemos la película, no caemos en la cuenta de la importancia de Tracy -Mariel Hemingway- hasta que restan quince minutos para el final; nuestra vista se centra en lo que creemos esencial, y a Tracy la consideramos un accesorio, un relleno, un juguete que Isaac -Woody Allen- utiliza para sustituirlo, a continuación, por algo más válido, por una relación 'a su medida'. Sin embargo, al final o en visionados posteriores, caemos en la cuenta del error: Tracy es el alma de la película, la que dota de dignidad a la polis; el resto es morralla.
No es de extrañar que un personaje que apenas habla y, cuando lo hace, posee un discurso ajeno al de la ciudad pasando de puntillas por entre los conflictos para no hacer ruido, una mujer cuyo arquetipo de velada perfecta se traduce en pasear en un coche de caballos por Central Park junto a Isaac, una persona que llora y siente sin dobleces, que no oculta su ignorancia ante los grandes temas, que se muestra en total desnudez e indefensión ante las aves de rapiña que la rodean...un personaje así no parece, a priori, el alma de Manhattan sino más bien su antítesis.
Pero el Mago de Sión nos tiene preparado uno de sus mejores trucos. Manhattan/Isaac/Woody Allen -pues todo son proyecciones de lo mismo-, necesitan a Tracy para completarse a sí mismos o, más exactamente, para liberarse a sí mismos de toda su podredumbre. Y la película, que nos había llevado por la vía de la dialéctica como única elección para ordenar el caos existencial, cambia el discurso y se decanta por la vía del Eros, el amor auténtico, para alcanzar ese thélos. El fracaso de la razón se traduce en la exigencia del amar para aspirar a la perfección, esto es, a lo bello y lo bueno, al Kalos kai Agathos griego.
Y aquí llega una de las secuencias más famosas de la filmografía de Woody Allen: la escena del magnetofón, donde Isaac enumera aquellas cosas por las que vale la pena vivir, pero únicamente le conmueve la última que nombra: el rostro de Tracy. Y en ese preciso instante, Isaac tiene la intuición -no ya la deducción- de que su felicidad, la reconquista de su propia humanidad, depende de esa mujer, siempre ha sido así pero él solamente lo ha vislumbrado al final. Tal vez haya gente cuya naturaleza le lleve indefectiblemente a Manhattan, a lo material, a lo concupiscible, pero Isaac obtiene al fin la respuesta que buscaba durante toda su vida y el arcano queda desvelado: Tracy será una persona o será una idea -eso es lo de menos- pero lo cierto, lo maravilloso, es que existe, existe hasta en un lugar como Manhattan, es en sí y está puesta ahí para que todos podamos proceder a su aprehensión y, con ello, a la purificación de nuestra alma que es nuestra redención. Y todos los que hemos amado alguna vez sabemos esto y lo sentimos como verdad apodíctica.
Pero Tracy está a punto de irse de la ciudad, paradójicamente, instada a ello por el propio Isaac; solo tiene una pequeña oportunidad para recuperarla, para pedirle perdón por haberla maltratado utilizándola como divertimento meramente sexual menospreciando su verdadera belleza que radicaba, evidentemente, en su bondad.
Y llegamos al culmen de la película. El discurso de Tracy dista mucho de ser el de una persona que alberga rencor alguno y simboliza una total ruptura con todas las discusiones -por sombras- que han engalanado el film. Tracy habla de valores morales sin perder en ningún momento su humildad. De nuevo nos metemos en el pellejo de Isaac, y asistimos, perplejos, a la contradicción -aparente- que representa el apelar a la no corrupción, el exhortar a Isaac a que la espere hasta que regrese, a la invitación a creer más en las personas...Todo ello choca frontalmente con la descripción que Isaac da de sí mismo al comienzo del film y desarrolla durante gran parte de él; constituye una antonimia absoluta con el discurso inmoral de la Gran Babilonia que es la ciudad de Nueva York. Isaac -Woody Allen- queda desarmado ante esas palabras: él -Manhattan- nada valen si no poseen a Tracy; el corazón de ambos queda vacío, desierto, oscuro, yermo sin ese elemento. No ha lugar a las palabras, no existe contraargumento a lo dicho por Tracy precisamente porque Tracy encarna la certeza de la fe frente a la inseguridad de la razón.
Desde que vi esta película, me he preguntado un montón de veces sobre el significado de la sonrisa que Isaac exhibe al final; de hecho, si pudiese hablar durante un minuto con Woody Allen, mi pregunta sería: ¿Isaac se está burlando de Tracy o ha creído en ella y la va a esperar? La respuesta que diese me revelaría mucho sobre él.
En cualquier caso, esta película transciende lo meramente cinematográfico. Es una auténtica obra de arte: pura belleza en la forma -Manhattan- y en el fondo -Tracy-. O dicho en otros términos: pura Belleza y pura Bondad tomando como excusa narrativa el Amor.
Chapeau, neoyorquino iconoclasta; chapeau, sionista descastado; chapeau, judío errante.
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