Me preguntas: ¿qué haces?
Yo, como tú, también leo, a veces
y escribo, a veces.
Leo con la profunda convicción
de reinstaurar temas inconclusos,
de sentir en la piel de la otra gente
las cosas que no siento en la propia.
De adivinar tras sus metáforas
el origen de sus inquietudes,
el banal motivo que les llevó a afirmar
que podían sistematizar el objeto,
cuando, paradójicamente, la esencia del objeto
es su singularización en lo universal.
Escribo con el agridulce escepticismo
de que 'el otro' se me escurre entre los dedos,
de que el corazón me palpita de modo discontinuo,
sólo cuando así lo siente;
de que la palabra que quiero expresar
está limitada por un lenguaje que no logra revelarla.
Escribo con el total presentimiento
de ser malinterpretada desde el primer instante
por la gente que cree en algo realmente.
Sin embargo, no me es posible evitarlo:
leer y escribir son los únicos verbos
con los que puedo conjugar en la intimidad
las pulsiones de mi fisiología.
Escribir es un viajar de la mente
a rincones llenos de misterios;
neuronas trabajando silenciosamente
y organismos que responden a sus desvelos;
miradas extraviadas en busca de la palabra justa,
la ideal, la irreal, la inalcanzable;
manos que tiemblan al enfrentarse al vacío
sintiéndose en la obligación de crear en él algo.
Leer es un inventar en la mente
territorios vírgenes por explorar,
intentando hallar, en esa misma invención,
las raíces del sinsentido,
raíces perseguidas de modo frustrante
por toda filosofía que se precie de serlo,
por toda persona que confunde
el encuentro con el entendimiento.
Pero ese origen me horroriza,
mostrarme tal cual soy
y saber que para deambular por el alcantarillado social
debo ser contraria a mí misma,
ejemplifica la moral bastarda.
Es preferible disfrazar el yo de otro yo
y encontrarle sentido a éste último
para poder así llevarse a la muerte,
mientras la gente llora tu máscara,
el tesoro más preciado de uno mismo: el YO.
Yo, como tú, también leo, a veces
y escribo, a veces.
Leo con la profunda convicción
de reinstaurar temas inconclusos,
de sentir en la piel de la otra gente
las cosas que no siento en la propia.
De adivinar tras sus metáforas
el origen de sus inquietudes,
el banal motivo que les llevó a afirmar
que podían sistematizar el objeto,
cuando, paradójicamente, la esencia del objeto
es su singularización en lo universal.
Escribo con el agridulce escepticismo
de que 'el otro' se me escurre entre los dedos,
de que el corazón me palpita de modo discontinuo,
sólo cuando así lo siente;
de que la palabra que quiero expresar
está limitada por un lenguaje que no logra revelarla.
Escribo con el total presentimiento
de ser malinterpretada desde el primer instante
por la gente que cree en algo realmente.
Sin embargo, no me es posible evitarlo:
leer y escribir son los únicos verbos
con los que puedo conjugar en la intimidad
las pulsiones de mi fisiología.
Escribir es un viajar de la mente
a rincones llenos de misterios;
neuronas trabajando silenciosamente
y organismos que responden a sus desvelos;
miradas extraviadas en busca de la palabra justa,
la ideal, la irreal, la inalcanzable;
manos que tiemblan al enfrentarse al vacío
sintiéndose en la obligación de crear en él algo.
Leer es un inventar en la mente
territorios vírgenes por explorar,
intentando hallar, en esa misma invención,
las raíces del sinsentido,
raíces perseguidas de modo frustrante
por toda filosofía que se precie de serlo,
por toda persona que confunde
el encuentro con el entendimiento.
Pero ese origen me horroriza,
mostrarme tal cual soy
y saber que para deambular por el alcantarillado social
debo ser contraria a mí misma,
ejemplifica la moral bastarda.
Es preferible disfrazar el yo de otro yo
y encontrarle sentido a éste último
para poder así llevarse a la muerte,
mientras la gente llora tu máscara,
el tesoro más preciado de uno mismo: el YO.
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También tú puedes darte por besada, amiga mía.
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