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lunes, 5 de septiembre de 2011

Laika

Andrea siempre quiso tener un perrito para poder jugar con él. Cuando contaba con seis o siete años sucedió que un día su padre llegó a casa sujetando entre sus brazos un cachorro hembra de color chocolate de grandes orejas, mirada triste y con aspecto totalmente desvalido. Laika era más o menos así:

Laika

Se la instaló en la terracita que tenía Andrea en casa pero le prohibieron dejarla pasar al piso; si quería jugar con ella tenía que salir afuera y, además, le dijeron a Andrea que no jugase con ella, que no le tomara mucho cariño porque si no sería peor (ella no entendía qué había de malo en tomarle cariño a Laika). Un día, aprovechando que su madre había ido a comprar, le abrió la puerta y Laika corrió por todo el piso meneando el rabito con fuerza. Por supuesto, enseguida hizo pis y demás en medio del pasillo. Andrea se esmeró en limpiarlo todo para que su madre no se diese cuenta de que Laika había campado a sus anchas por toda la casa.

Al cabo de unos meses, se llevaron a Laika a un jardín que era propiedad de la familia de Andrea situado en la parte de detrás de la finca. Andrea no podría ir a visitarla puesto que apenas le dejaban salir sola a la calle si no era para ir al colegio, pero entre sollozos cayó en la cuenta de que la perrita sería mucho más feliz en un jardín que en la terracita de su casa. Acompañó a su padre al jardín para despedirse y observó con horror cómo su padre le ponía a Laika una correa y ataba el extremo a un árbol. La correa no mediría más de dos metros. Laika se puso a llorar cuando vio que la iban a dejar allí pero ni el padre de Andrea ni mucho menos su madre parecían mínimamente afectados por hacer aquello. Andrea estaba como en estado de shock, no quería ni podía creer que estuviese sucediendo realmente aquello. Por las noches se imaginaba a Laika llorando atada al árbol y sentía ganas de morir al saberse impotente de hacer nada por solucionar la situación. Algún día - pensaba-, algún día te sacaré de ahí y nos iremos a pasear juntas y si no me dejan, algún día nos iremos a vivir tú y yo a una casa donde puedas corretear a tu gusto.

Un par de veces al año el padre de Andrea se iba a cazar y se llevaba a Laika con él. Cuando volvía, subía un momento al piso con ella y Andrea aprovechaba para abrazarla con fuerza y Laika temblaba de emoción, se ponía tan nerviosa que golpeaba con su rabito la pierna de la niña y, aunque le hacía daño, ella no se quejaba. Pero, al cabo de unos minutos, el padre arrastraba con fuerza a Laika fuera del piso para llevarla otra vez al árbol del jardín donde iba a pasar meses hasta poder volver a jugar con alguien y la perrita se resistía llorando, más bien aullando de desesperación. Andrea lloraba por dentro pero recordaba su promesa: Algún día, Laika, algún día.


Años después, una vez se le presentó a Andrea la ocasión de poder visitar durante un buen rato a su querida Laika. La perra tiene caparras -dijo una vez su madre- ¿tú te atreverías a quitárselas?  La niña no lo dudó ni un instante (tampoco sabía siquiera lo que eran las caparras ni cómo quitarlas), solo sabía que iba a poder estar con Laika y abrazarla. Fue al jardín sola por vez primera, antes de llegar Laika ya la había olido y se puso a ladrar como loca de alegría. Después de abrazarla y jugar unos minutos con ella, la tranquilizó un poco, y se puso a quitarle una especie de bichejos en forma de huevecitos que tenía adheridos al cuerpo, sobre todo en las orejas; después los tenía que aplastar con los dedos. La madre observaba desde lo alto de un balcón con una mezcla de asco y susto por si la perra (como ella la llamaba) mordía a Andrea. Por el contrario, Laika soportaba con resignación el proceso, varias veces le salió un hilillo de sangre de allí de donde extraía la niña la garrapata. Andrea se tomó su tiempo porque quería que quedase completamente limpia y porque deseaba estar lo máximo que pudiese junto a ella. Laika estaba muy quieta mirando con agradecimiento a Andrea y, de vez en cuando, le daba un enorme lametón en la cara, para satisfacción de la niña. Cuando acabó, le curó las heridas y le dijo: Algún día, Laika, algún día. Su madre la apremió para que volviese a casa y Andrea salió del jardín tapándose los oídos para no escuchar los ladridos de llanto y los intentos desesperados de Laika por zafarse de la correa sujeta al árbol e ir tras la niña.

Una tarde de otoño Andrea entró en casa y vio a su madre muy seria mirándola. Andrea preguntó qué pasaba y su madre le respondió secamente que la perra había muerto. La noche anterior, Laika había conseguido al fin romper la correa que la sujetaba al árbol, había saltado la verja del jardín y había dado la vuelta a la manzana hasta llegar al patio de la finca de Andrea. Una vecina vio a una perra color chocolate rascando con la patita en la puerta del patio y llorando en espera de que le abriesen. Laika vio que Andrea no respondía e intentó volver al jardín para esperarla allí, pero, al pasar por las vías...el tren hizo el resto.

Andrea tenía entonces doce años. No tuvo tiempo de cumplir su promesa y Laika decidió que ya había esperado bastante el: Algún día, algún día.

Cuando, años después, Andrea vio el final de la película Alguien voló sobre el nido del cuco, entendió que ella era el indio que algún día rompería la correa, saltaría la verja del jardín y que, esa vez, ningún tren podría detener a ... Laika.




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