Carlos era el andaluz rebelde, granadino hasta la médula, guapo a rabiar, con una cara de hombre que no podía con ella. Carlos era el de la voz profunda y llena de quiebros, el del acento delicioso, el que revitalizó la copla en España cuando todos la despreciaban, el que componía canciones que además de sonar, olían y sabían a Andalucía; el que te emocionaba describiendo la verde alameda que tira al campo; el que te abría el apetito del alma elogiando los pastelillos de toronja y los dulces de leche frita que preparaban las monjas en el convento de las Esclavas de Santa Rita; el que aseguraba que tirando un limón por alto se te iría la amargura. Carlos simbolizaba al pintor de corazones, el poeta que construye sueños, la miseria, la morralla, el hambre, el salustiano, el emigrante, la hoguera que nos protege del frío, la desesperación de la tierra yerma, la canela en rama, la picaresca, la achicoria, los gitanos, el azúcar de caña, el aguacate, las moras de las moreras, lo silvestre, la bravura, los limones, los melones y los tomates, las noches llenas de estrellas, la Macarena, los moros y los cristianos, Sierra Morena, Puerto Real y Rota Oriental. Pero, sobre todo, era el verde... y blanco... y verde.
Y yo me enamoré de todas estas cosas a través de sus coplas; a través de su música amé al pueblo andaluz y cuando viajé allí me parecíó que me pertenecía un poquito. Andalucía olía, sonaba y sabía tal y como él la describía. Podía paladear el aire y la tierra. Sus gentes eran tal y como él las cantaba.
Por eso, cuando volví a Andalucía, ya fallecido Carlos, no podía sino verlo reflejado por todas partes. Nunca nadie dejó tanto su impronta en su tierra natal como él. Carlos Cano y Andalucía son marido y mujer unidos ya indisolublemente. En una de sus canciones, Carlos le pedía matrimonio a Granada; queda claro que ella dijo sí.
Si no sois de esa tierra y alguna vez viajáis allí, no dejéis de admirarla porque es una obra de arte en la que se oyen pasar a los campanilleros, se mastica en el aire el dulzor de la guayaba y del calabacín, se ve la sierra nevada, se palpa el sufrimiento de los desheredados y todo huele bien, huele a hombre, huele a Carlos Cano.
Oírlo hablar y cantar es enamorarse de él:
Hago totalmente mías estas palabras que le dedicó Sabina poco después de su muerte:
Siempre quise, como Lucrecia, que me vengase un andaluz, a la luz de la luna, cantando el vudú.
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